miércoles, 31 de diciembre de 2014

CELEBRAD, Y EN MEDIO DE LA CELEBRACIÓN, ANIQUILAD

CALIFICA ESTA ENTRADA:

Era el 19 de agosto de 1572, cuatro días antes del ataque relámpago. La masacre de San Bartolomé, el complot para aniquilar al protestantismo en Francia, había sido preparada en absoluto secreto. Las naciones desprevenidas celebraron con una gran fiesta: el astuto arreglo de la boda entre la hermana del rey y el líder protestante, Enrique de Navarra. 

La celebración duró cuatro días. Luego, en el silencio monótono de la noche, sonaron las campanas. Los soldados comprendieron la señal. Había llegado el momento de tomar la sartén por el mango. Miles de protestantes dormían tranquilamente en sus hogares confiando en la promesa del rey. Los soldados forzaron las puertas, arrastraron a los protestantes y los mataron a sangre fría. El almirante Coligny, un guerrero protestante, fue horriblemente mutilado. La masacre continuó con una furia inconcebible. Dos meses más tarde, setenta mil personas entre niños, adultos y ancianos de la nación habían perecido.

El Vaticano celebró con gran júbilo este hecho, felicitando el ataque brutal almirante y la conspiración para la masacre en el concilio del rey y la misma masacre. Con una medalla y una estampa como recuerdo ensalzando el evento para que no quedara en el olvido, de allí que se conozca esta frase: "Roma no ha olvidado la fórmula eficaz: Celebrad, y en medio de la celebración, aniquilad".

“El uso de excitación carismática con el propósito de inducir un cambio teológico y experimental es muy antiguo. Comentando el uso de este fenómeno en las religiones ocultas de Babilonia, Alexander Hislop nota: “Todo fue concebido como para impulsar las mentes de los novatos hacia el más elevado grado de excitación que, después de haberse sometido implícitamente a los sacerdotes, éstos estarían preparados para recibir cualquier cosa” (Las dos Babilonias, p. 67).

Ambas Babilonias, la antigua y la moderna, ven el papel de excitación emocional del movimiento carismático (de celebración), como la herramienta psicológica para someter la voluntad del creyente al ministro del Señor, por medio de la cual se puede efectuar un cambio práctico y teológico en la conducta en el culto.

Dentro del adventismo del séptimo día existe un punto divisorio crucial entre los que aceptan ávidamente el movimiento de celebración y los que resueltamente lo resisten. La abnegación, que es una enseñanza fundamental de Jesucristo, es el punto de división.
  
Los que rechazan el principio de negar y crucificar al yo en la vida cristiana y que se han acostumbrado a ser autoindulgentes (no importa cuan sutilmente), encuentran que sus almas responden a la dimensión mundana del movimiento de celebración, con entusiasta aprobación.Los que han aceptado los principios de Cristo de abnegación y crucifixión del yo, están horrorizados por lo que está sucediendo alrededor de ellos en el movimiento de celebración.

El mundo está inundado de autoindulgencia. La cultura que nos rodea, está completamente saturada de ella. Los que han bebido o aceptado este principio de autoindulgencia, están entusiasmados con la idea de una religión “celebración” y un servicio que ya no reprueba la mundanalidad y la autoindulgencia, sino que la apoya y la incorpora como un elemento fundamental en el servicio a Dios. Nuestro mensaje debe ser más puntual que el de Juan el Bautista para despertar al mundo de su autoindulgencia y estupor mortal.

“Por el camino a la muerte puede marchar todo el género humano, con toda su mundanalidad, todo su egoísmo, todo su orgullo, su falta de honradez y su envilecimiento moral. Hay lugar para las opiniones y doctrinas de cada persona; espacio para que sigan sus propias inclinaciones y para hacer todo cuanto exija su egoísmo. Para andar por la senda que conduce a la destrucción, no es necesario buscar el camino, porque la puerta es ancha; y espacioso el camino, y los pies se dirigen naturalmente a la vía que termina en la muerte.

“Por el contrario, el sendero que conduce a la vida, es angosto, y estrecha la entrada. Si nos aferramos a algún pecado predilecto, hallaremos la puerta demasiado estrecha. Si deseamos continuar en el camino de Cristo, debemos renunciar a nuestros propios caminos, a nuestra propia voluntad y a nuestros malos hábitos y prácticas. El que quiere servir a Cristo no puede seguir las opiniones ni las normas del mundo. La senda del cielo es demasiado estrecha para que por ella desfilen pomposamente la jerarquía y las riquezas; demasiado angosta para el juego de la ambición egoísta; demasiado empinada y áspera para el ascenso de los amantes del ocio. A Cristo le tocó la labor, la paciencia, la abnegación, el reproche, la pobreza y la oposición de los pecadores. Lo mismo debe tocarnos a nosotros, si alguna vez hemos de entrar en el paraíso de Dios” (El discurso maestro de Jesucristo, pág. 117, 118).

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